sábado, 27 de enero de 2018
El reflejo traicionero de la luz ha decidido despertarme esta mañana, y aún teniendo las legañas pegadas he maldecido a los infiernos. No he podido evitar maravillarme ante el arte de las flores perfectamente desordenadas en el escritorio. Y he sonreído por alguna extraña razón. Quizás porque en un flashback he vuelto a recordar lo que significan para mí, pese a la mala reputación que han ido adquiriendo con el tiempo. Hay tantos rumores flotando en el aire sobre las rosas, tan tradicionales y tan poco originales. Todas forzosamente iguales, sin distinción. Estas, con doble cara, me recuerdan al tóxico y tormentoso amor de las telenovelas, y al mismo tiempo, al auténtico amor de detrás de las cámaras, que pocos muestran, el que dice más que las mismas fotos de instagram, incluso más que las letras impecablemente perfeccionadas para San Valentín. Exhausta de amores engañosos, de príncipes azules, o rojos, o verdes, de lo que nos venden las redes, de estar atada a una cadena de mentiras, donde pintan el mundo de colores, cuando es blanco y negro, y de las mismas tonalidades. Pero, las rosas siguen siendo bellas, hasta que empiezas a quemarlas, y no quedan más que simples cenizas del color de la realidad. Representan los corazones rotos, esclavos de las memorias que guardamos del amor, de las rupturas, de las carbonizadas fotos donde solíamos ser felices. Lo que intento descubrir es por qué somos propensos a mirar el lado oscuro de la luna, y a cegarnos con la luz del sol, el por qué vivir de la infelicidad cuando podemos vivir de la alegoría de un nosotros en el que sonreímos sin inquietudes. De esos instantes en los que nuestros labios han estado al límite del roce, de esas caricias de mano entre largos paseos, de esos momentos de soledad donde mi mejor cobijo era entre las entremezcladas fragancias de tu sudadera. Allí, entre cuatro paredes, pensando en ti, y observando detenidamente las rosas, que... aún sigue desordenadas sobre mi escritorio.
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