El pavimento mojado, veo el cementerio de estrellas justo encima de mi cabeza. Camino torpemente entre los charcos, en zigzag, y a pequeños saltitos, intentando no sumergir de lleno mis Converse, ya algo andrajosas, en el agua. Me pregunto en qué momento no llevar botas me pareció una buena idea. Al parecer los días de lluvia se han convertido en la tendencia casual de la que todo el mundo habla, sin embargo, nunca he tenido una gran devoción hacia el otoño, ni siquiera al olor a tierra mojada. Pero, puestos a decir verdad, esta noche es parte de la escenografía romántica que me he montado millones de veces en el coco. Hoy no solo tengo la compañía de las farolas que descaradamente observan cada paso que doy, estoy escoltada por el océano de su mirada a la que Cupido hace meses me enganchó, como si fuera pura morfina. Me recuerda a una época en la que hubiera echado a correr despavorida, intimidada única y completamente por la monotonía. Pero, esta vez, no me culpo. Llevo siendo nómada veinte largos años, de aquí para allá, empaquetando y desempaquetando cajas, supongo que esto es lo más cercano a vivir a contrarreloj. Desde incluso antes de tener uso de razón, me he comprometido a no ser de nada ni de nadie. Tengo una, tras otra, tras otra cita concertada con hogares en los que nunca llego a quedarme. Sumando, nada más y nada menos que, doce despedidas en cada uno de los sitios donde crecí. Pero chocar de frente con la realidad tantas veces me ha despertado, como al lavarme la cara con agua fría cada mañana, y me ha enseñado que lo más prudente es no guardar cariño a aquello que es efímero, nunca jamás llamar "hogar" a lo que es temporal. Verás, parece una tontería, pero me invade la sensación de vértigo cada vez que pienso en poner punto final. Sin embargo, hay personas que llegan para hacerte cambiar de idea. Porque aunque nunca me ha gustado el otoño ni todo lo que trae consigo: el reflejo en los charcos al pasar, la fría sensación de la lluvia al caer, el crujido de las hojas al pisar, y las tristes y eternas noches... me hace darme cuenta de que es algo permanente, que siempre está, que por mucho que lo odie, vuelve. Tras el verano, llega el otoño; igual que tú llegas para hacerme entender que no hay nada tan terrible: ni tan siquiera ser una nómada o una tarde de lluvia de octubre. Aunque cueste, y aunque dé más miedo que apegarme a cuatro paredes... quiero creer que tú eres esa constante que no se va a ir, que no tiene fecha de caducidad, que regresa a mí como el verano a Perséfone.
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