Me senté en el filo del muro de cara a la espectacular vista que ofrecía los colores rojos y verdes de la Navidad. Toda la ciudad tan bien adornada deslumbraba frente a los ojos de todos los turistas que ante sus gestos de sorpresa nunca habían visto nada parecido. Podía decir que yo ya estaba acostumbrada a lo que ellos tanto admiraban, pero tan sólo permanecía allí sentada con un propósito. Según me habían contado, si veías una estrella fugaz y pedías un deseo, se cumplía, y quería comprobar si eran ciertos todos aquellos rumores.
Su aliento en mi nunca, me estremeció. Me volví con rapidez, pero él ya estaba sentándose junto a mí.
—¿Qué haces aquí? —le pregunté mirándole fijamente a los ojos.
—Es el último día del año, quedan tan solo unos segundos para ver explotar los fuegos artificiales —hizo una breve pausa justo cuando los fuegos artificiales empezaron aparecer en el horizonte— y quería asegurarme de besarte en el momento adecuado —se abalanzó sobre mí y me besó.
Me separé de él un instante y le miré aturdida sin poder creer lo que acababa de ocurrir. Mi corazón palpitaba con fuerza en cada rincón de mi cuerpo y mi mente no era capaz de asimilar lo que acababa de ocurrir. Fui capaz de saborear sus labios que eran dulces contra los míos; sentir su respiración rozar mis mejillas; y sentir el tacto de sus dedos enredados en mi pelo. No podía negar la pura realidad, y por eso debía admitir que estaba enamorada de un idiota, que tan solo su presencia hacía que mi mundo se tambaleara. Tenía la necesidad de tenerlo de nuevo junto a mí, no sentado a mi lado mirándome con esos ojos del color del océano, sino, acariciendo cada ángulo de su rostro. Sus labios finos y tan bien perfilados, de los que toda una vida había estado enamorada y el último día del año, había besado. Tendría tal recuerdo en mi corazón como el tesoro que se encuentra en aquellos baúles escondidos y que son inalcanzables para todo aquel curioso que quiera saber que es lo que descolla dentro.
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