Era la primera vez que alguien se fijaba en mí de verdad. Él, ambicioso, no quiso ver lo que todos los demás. Se olvidó de la piel y de la belleza de la que todo un hombre se enamoraba como de una sirena que da el beso de la muerte a un marinero, y bajó al inframundo. Dio un paso más allá, me besó las cicatrices, y me las curó como agua de mar, aun sabiendo que yo era demonio y conmigo ni siquiera había reglas de juego.
Lo confieso, no pude disimular. Expuse mi cuerpo tembloroso y vulnerable frente a un humano, pese a saber que me estaba arriesgando en vano, los dos íbamos a perder. La curiosidad lo mató, no necesitó ni cinco minutos para conocer mis puntos débiles. Yo sabía que él se ahogaría en mis aguas hasta que dejara de respirar. Se adueñó de las miradas más intensas y dulces que, alguien como yo, podía dedicarle a alguien como él, un forastero que navegaba apostándolo todo en plena tormenta. Pero no me culpes cuando no pueda despedirme, algún día tendrás que dejar atrás las puertas ardientes del averno que encontraste al mirarme directamente a los ojos. No querrás ser prisionero de mi amor, ¿no es cierto?
De febrero -ahora- en adelante, solo seré un fantasma que de vez en cuando aparecerá en tus recuerdos para evocarte lo que una vez sentiste por mí. Pero, nada más.
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